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Debimos haberlo sabido, por César Azabache

Debimos haberlo sabido, por César Azabache

“Palingenesia”. Ese fue el nombre que la fiscalía empleó para describir la primera operación de allanamientos y detenciones del Caso Odebrecht en el Perú. En su significado, ‘palingenesia’ denota regeneración o renacimiento. Pero la palabra se usa también para describir el resurgimiento de sistemas perversos, recreados por quienes pretenden reconstruirlos, incluso después de que se les consideró extintos.

La palabra, en tanto tolera esta doble acepción, parece por completo apropiada para sintetizar las enormes ambigüedades del proceso que ahora está en marcha. De hecho, las investigaciones del Caso Odebrecht muestran la subsistencia de los patrones de corrupción que ingenuamente creímos haber enterrado cuando comenzó la transición del año 2000.

Hasta antes de descubrirse esta historia creí mostrar agudeza sosteniendo, como sostuve, que el descabezamiento de la organización de Montesinos equivalía solo a la derrota de un monopolio. Creía que después de su caída debíamos prever la instalación de pequeñas mafias competitivas dispersas entre sí. Me equivoqué. Al monopolio de Montesinos siguió un oligopolio en el que Odebrecht ocupó una posición dominante en el mercado de concesiones.

Vistas las cosas en retrospectiva, es imposible negar que pudimos anticipar este desplazamiento del eje de la corrupción. Solo teníamos que observar cómo se desplazaba y reacomodaba el eje de las relaciones público-privadas.

El vacío que dejó la mafia de Montesinos se desplazó al mercado privado y cambió de sector. Comenzamos a mover mucho dinero en proyectos sin notar que los picos de crecimiento de la masa de dinero circulante en una sociedad sin controles institucionales generan riesgos que podemos prevenir sin necesidad de sobreburocratizar las decisiones públicas o multiplicar trámites. Nos pasó con el canon. Nos pasó con los proyectos. Nos pasó con los partidos políticos.

La historia de este caso comenzó en noviembre del 2004, cuando, según los relatos en circulación, el presidente Alejandro Toledo habría solicitado US$35 millones a Jorge Barata por la adjudicación de las carreteras interoceánicas. Solo cuatro años antes, también en noviembre, pero del año 2000, la embajada Suiza había revelado el hallazgo de US$48 millones intervenidos en cuentas de banco manejadas por Vladimiro Montesinos. La distancia en avión entre Ginebra y Londres es de solo 56 minutos. El método empleado para encubrir estos fondos se diferencia de un caso al otro apenas por el uso de cuentas abiertas a nombre de terceros. Las cantidades se asemejan. La oportunidad solo cambia de área de negocios: de la compra de aviones de combate a la construcción de carreteras. De un monopolio a un oligopolio dominante, el virus del dinero fácil y libre de controles jamás desapareció. Apenas registró una mutación de poca importancia. Apenas migró de un lugar a otro.

Cuatro años son muy poco tiempo para dejar de reconocer las semejanzas y la enorme ceguera que convirtió en inútil nuestra mirada.

La dimensión moral del proceso que se está desplegando trasciende a los casos legales que comienzan a cobrar forma. Estos seguirán su propia historia (que por cierto no estará exenta de accidentes y debates de singular importancia).

En el camino tendremos que reabrir los debates sobre los límites impuestos por las reglas de prescripción a la investigación de eventos antiguos, como el soborno y el tráfico de influencias. Tendremos que revisar nuevamente cómo estamos encarando las investigaciones sobre prácticas de lavado de activos, en un medio permeable a la circulación de fondos de origen incierto.

Pero en paralelo resulta imprescindible reabrir la lista de debates públicos sobre los dispositivos institucionales que debemos instalar en el manejo de estos asuntos. No podemos seguir eludiendo la necesidad de redefinir los sistemas de control sobre el financiamiento de la política. Y los hechos ponen en evidencia que además tenemos que modificar las reglas de vigilancia sobre el comportamiento de las empresas que deciden contratar con el Estado. Si el modelo de vigilancia basado en el nombramiento de oficiales de cumplimiento ha dado éxito en el sistema financiero, no veo por qué no podríamos extenderlo a los partidos políticos y a las empresas que contratan con el Estado.

En lo personal, creo además que las personas que deciden dedicarse a la política de manera profesional deberían renunciar al secreto bancario, tributario y bursátil. También deberían publicar sus ingresos y gastos permanentemente, bajo sanciones de multa, suspensión e inhabilitación en formatos de simple acceso administrados por la Oficina Nacional de Procesos Electorales.

La única forma socialmente constructiva de asimilar esta historia consiste en convertirla en una nueva razón para emprender un cambio definitivo en nuestro abordaje sobre los problemas de corrupción. Cruzar de una vez por todas las puertas que nos separa del mínimo necesario para ser una sociedad institucionalmente estable.

(*) La firma de abogados que dirige el autor del artículo concluyó su relación con la empresa Odebrecht en febrero del 2016, cuando se difundieron las relaciones de la constructora con el llamado ‘proyecto OH’. Hoy no asesora a ninguna empresa investigada en el caso Lava Jato. Las políticas de la firma aparecen publicadas en www.ac-firma.com.

Fuente El Comercio

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