Últimamente, las autoridades ya no deciden por sí solas. Desean más bien respaldarse en una segunda opinión para adoptar alguna resolución. Esto sucede al adjudicar un contrato, al resolverlo, al actualizarlo (con las ahora mal vistas adendas) o con cualquier otro acto relevante y que pueda ser objeto de escrutinio público.
En el caso de las modificaciones contractuales, partamos de una realidad incontestable: las concesiones son contratos de duración prolongada (en promedio 27 años), nacen para durar, y si bien los acuerdos previstos para su vida son determinados al inicio, lo son de modo incompleto. Ello pues es natural que, luego de firmado el contrato, sobrevengan eventos financieros, nuevos costos o eventos de fuerza mayor; o se descubran avances tecnológicos, disrupciones a la secuencia constructiva o errores de expediente, entre otros posibles factores. Por ello los contratos se diseñan –anticipándose a esos eventos– con cláusulas abiertas, y por lo mismo, una adenda no necesariamente implica un vicio, un defecto o siquiera un problema.
La desconfianza ciudadana y la falta de liderazgo en quienes adoptan decisiones públicas han llevado a que –en unos casos por norma y en otros por “hábito”– se pidan segundas, terceras y hasta cuartas opiniones durante la formación de una decisión. Lo que debería ser una decisión institucional responsable hoy ha pasado a ser una carrera de obstáculos donde participan el ministerio del sector involucrado, el regulador, el Ministerio de Economía (MEF) y ahora se ha incluido también a la Contraloría General de la República (CGR). ¿Quién viene? ¿Una procuraduría?
Si la entidad responsablemente analiza y confía en sus asesores y supervisores, ¿para qué la segunda opinión (la del regulador)? Bueno, puede habérsele pasado algo. ¿Pero y la tercera (del MEF)? Quizá también se les puede haber pasado otro aspecto. ¿Y ahora la cuarta, de la CGR? He omitido, además, que algunas propuestas también se difunden para que, antes, el público pueda aportar y criticar.
Recordemos que, desde la desaparición del Tribunal de Cuentas, el modelo migró desde uno de control previo a uno esencialmente de control posterior. Ello a partir de ciertas máximas: el control nace para apoyar a que se ejerza una gestión correcta, no para que los gerentes públicos deban dedicarse casi enteramente a responder a quien los controla.
El protagonista no es el control, sino la gestión que logra los resultados de servicios públicos, seguridad, vivienda, transporte, etc. Por eso la actual Ley Orgánica del Sistema Nacional de Control y de la CGR estipula que “[…] el control externo podrá ser preventivo […] sin que en ningún caso conlleve injerencia en los procesos de dirección y gerencia a cargo de la administración de la entidad, o interferencia en el control posterior que corresponda”.
En ese marco, cualquier actuación de control previo tiene como límite natural la separación entre gestión y control, de modo que el ente controlador actúe solo cuando la norma lo faculte (y no cuando la autoridad quiera un corresponsable o se busque protagonismo), sin poder influenciar, entrometerse ni mucho menos sustituir al decisor responsable. De lo contrario, uno de los dos está sobrando. Control no es cogestión.
Como en todo, es bueno regresar a la fuente y recordar la Declaración de Lima sobre las Líneas Básicas de la Fiscalización de las Contralorías. En ella, consensualmente se aprobó que un “control previo eficaz resulta imprescindible para una sana economía financiera pública”. Ello “implica la ventaja de poder impedir un perjuicio antes de producirse, pero la desventaja de comportar un trabajo excesivo” y “que la responsabilidad basada en el derecho público no esté claramente definida”. Así, “únicamente la situación legal, las circunstancias y necesidades de cada país determinan si una CGR ejerce un control previo”.
En conclusión, necesitamos liderazgo responsable y no más opiniones.
Fuente El Comercio
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