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¿Toda corrupción es ineficiente?, por Franco Giuffra

¿Toda corrupción es ineficiente?, por Franco Giuffra

Una de las fuentes para conocer el estado de la corrupción en el mundo es el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. En su edición del 2016, el Perú figura en el puesto 101, compartiendo podio con Gabón y Níger, muy por detrás (o sea, en peor posición) que muchos países del África subsahariana.

La revisión de esta publicación sirve también para recordar que el término ‘corrupción’ es un cajón de sastre que incluye diversos tipos y tamaños de este fenómeno.

La gran corrupción abarca casos como los de Odebrecht (uno de los más grandes de la historia) y otros que hicieron noticia como los de Siemens y Boeing. La corrupción política, a su vez, se refiere a esquemas como el de PDVSA, en Venezuela, con funcionarios estatales sifoneando dineros de la empresa en cuentas ‘offshore’.

El juicio de valor negativo sobre este tipo de corrupción es generalizado, pero no unánime. En el 2013, Silvio Berlusconi dijo que la gran corrupción corporativa no era un crimen cuando se negocia con el Tercer Mundo, simplemente porque así son las reglas del juego. Es la lógica de la “caja 2”, que comparten muchas empresas multinacionales que hacen negocios en países subdesarrollados.

En el otro extremo del espectro, está la pequeña coima. La mordida de los mexicanos y españoles; la ‘spintarella’ (‘empujón’) de los italianos; el ‘chaquian’ de los chinos (‘un dinero para el té’), o como se diga en el resto del mundo.

La condena hacia este género menor de corrupción está lejos de ser generalizada y, de hecho, muchos economistas y ‘practitioners’ del desarrollo hasta le ven un lado bueno.

Para comenzar, hay un problema semántico. Como explica el profesor Seth Kaplan, catedrático de la Universidad Johns Hopkins, en muchos lugares las palabras que se usan para la pequeña coima no tienen connotación negativa. En varios países de Asia consideran que la coima es un concepto occidental peyorativo para algo que sus habitantes ven como un intercambio aceptable para “lubricar” la maquinaria burocrática.

En esa misma línea, algunos economistas aducen que la coima de poca monta es incluso un facilitador del desarrollo. Allí donde la regulación microeconómica es aplastante y la deshonestidad de autoridades es endémica, la coima resultaría un ‘second best’ frente a la alternativa improbable de una reforma integral de la normatividad y el reemplazo de miles de funcionarios.

En estos escenarios, la pregunta clave deja de ser moral (“¿la coima es buena o mala?”) y pasa a ser de supervivencia (“¿acaso es posible evitarla?”). Piense en escenarios extremos, en donde una municipalidad entera está en manos de una mafia (Chilca, Villa María del Triunfo). ¿Qué puede hacer un ciudadano de pocos recursos en esos casos?

Se trata de un debate complejo, donde la respuesta inmediata no agota las dimensiones del problema. “Nunca se debe coimear” es una máxima que suena impecable para quien no tiene al frente a una autoridad corrupta de la cual depende su subsistencia.

Hay mucha hipocresía en este debate también. Lo cual explica por qué la gente declara que detesta la corrupción, pero luego la tolera o la practica. Y no solo el ciudadano de a pie. Varias corporaciones cuelgan en sus directorios unos códigos de ética envidiables, pero no tienen problemas con hacer negocios con empresas chinas, por ejemplo, a sabiendas de que probablemente operan gracias a la corrupción.

Por favor, amable lector, no estoy abogando en favor de la corrupción, en ninguna escala, solo intento plantear que es un problema con múltiples caras y dimensiones.

Fuente El Comercio

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