¡El contratista corrupto! Es lo que uno suele leer en los diferentes medios de comunicación, artículos, informes, investigaciones, etc. escritos y/o elaborados por aquellos dizques eruditos en la contratación pública. ¡El contratista corrupto! Es la conclusión del porqué de las obras paralizadas e inconclusas. Pero ¿qué es realmente la corrupción en la contratación pública?, ¿cómo un agente externo, ajeno a la elaboración de las bases y sin control alguno sobre el diseño del proceso, logra supuestamente corromper todo un sistema? Algo difícil de entender, con lo cual trae a colación mi siguiente duda, ¿No será el sistema que corrompe al contratista? ¿No será que el corrupto es el estado y el corrompido es el contratista? No toda corrupción es delictiva; existe también una corrupción normativa, silenciosa, perfectamente legal, que se puede gestar en la elaboración de las bases
Corría la década del 2010, y entró en vigencia la Ley de Contrataciones N° 30225[1], (a éstas alturas ya perdí la noción del número de veces que ha sido modificada y/o sustituida la ley de contrataciones en los últimos años), que entre una de sus premisas introducía la capacidad legal y capacidad económica del contratista entre otras formas de fomentar la mejor oferta y por ende al mejor postor. El reglamento precisó algunos indicadores para la utilización de dichos criterios, introduciendo al final de dicha precisión la frase “entre otros”. Para aquellos que cuentan con un nivel básico de conocimientos contables, sabemos que la situación económica de una empresa se mide, de acuerdo a normas internacionales, en base a ratios, pero que sin embargo en Perú habíamos descubierto la palabra “entre otros” para tal fin. Pero ¿qué significaba realmente “entre otros”? Pues en una de las licitaciones convocadas bajo dicha ley, se determinó que la capacidad económica del contratista se determinaría en base a su capital social inscrito como único criterio, sino mal recuerdo, hasta 3 veces del monto de obra convocado. La licitación fue adjudicada a un consorcio – que creo quedó como único postor – compuesto por una empresa extranjera que sorpresivamente cumplía dicho requisito. El ingenio peruano, a través de sus entes encargados, fiscalizadores, y nuestros padres de la patria de aquel entonces, había creado una nueva forma de medir la capacidad económica del contratista, plenamente amparada por la ley de aquel entonces.
Como es de su conocimiento, a efectos de poder participar en licitaciones públicas en ejecución de obra, el contratista debe contar con una CMC (Capacidad Máxima de Contratación), cuyo monto es determinado por una fórmula. Con la Ley N° 30225 – desde abril del 2025 está vigente la nueva ley – dicha fórmula era la siguiente:
CMC = 15 (C) + 2 (Obras)
*Donde C era igual al capital social inscrito, y Obras era igual al monto de obras ejecutado en los últimos 10 años.
En otras palabras, el capital social inscrito era determinante para una mayor capacidad de contratación, básicamente obligaba a las empresas a capitalizar sus ganancias y/o aportes de los accionistas. Debo ser sincero, la Capacidad Máxima de Contratación, era sinónimo de status de las empresas. No cualquier empresa de aquel entonces, tenía 50 millones de soles de capital inscrito. Pero se había creado un precedente: el capital social inscrito podía ser determinante para adjudicarse una licitación pública de obra al margen de la situación real económica de la empresa (ratios) y el capital social inscrito se convertía en una prioridad estratégica como supervivencia de las empresas nacionales ante la presencia de empresas extranjeras de mayor envergadura. En otras palabras, una empresa técnicamente quebrada, pero con el capital social inscrito requerido, tenía mejores opciones de adjudicarse una licitación pública que una empresa económicamente sana. De ahí, y una vez más, pero esta vez del lado del contratista, el ingenio peruano determinó que la mejor manera de incrementar la capacidad social inscrita de una empresa contratista de obra pública era a través de los famosos bonos de la reforma agraria. Cuestionada o no cuestionada la reacción de cierto sector del empresariado, fue el sistema que obligó a tomar una acción, ante la nueva forma de medir la capacidad económica de la empresa. Sin embargo, nunca se supo cuál fue el criterio del funcionario para elegir dicha forma de medir la capacidad económica del contratista. ¿Fue interés o fue incapacidad? No lo sé, lo único que sí puedo afirmar es que la norma de aquel entonces lo permitía.
Como comenté líneas arribas, a estas altura he perdido la cantidad de modificaciones y/o mejoras continuas que dicha ley ha experimentado (a manera de compartir y en caso no lo sabían, la nueva Ley de Contrataciones[2] sufrió su primera modificación antes de entrar en vigencia) y lo único que puedo decir es que se perdió el rumbo en cuanto la predictibilidad, dando paso a la subjetividad. ¿Y por qué es peligroso? Por una sencilla razón, se deja a merced el morbo de las personas para crear e imponer criterios aleatorios para determinar el factor que promociona la mejor oferta. ¿Y quién crea e impone dichos criterios? Hasta donde yo sé, no es el contratista. El caso del capital social inscrito como factor determinante es solo unos de los casos que pude ver. En otra oportunidad vi un caso en donde gracias a “entre otros”, la capacidad económica del contratista se medía en base a un crédito vigente en el sistema bancario por un determinado monto. En resumen, las bases del proceso relegaban una empresa económicamente saneada de créditos bancarios con respecto a la que tenía un crédito vigente aún sin cancelar. Correcto o incorrecto, la ley lo permitía, y una vez más nunca se supo el criterio del funcionario al escoger dicha metodología, quedando la duda una vez más: ¿fue interés o fue incapacidad?
Así como tuve la oportunidad de estar expuesto a casos relacionados al factor de capacidad económica del contratista, no olvidemos la capacidad legal del contratista, en donde en unas bases de licitación se solicitaba contar con un número determinado de abogados en la planilla de la empresa, con un cierto perfil. Y así, un sin número de eventos, que, ante una primera impresión, uno hubiera podido concluir un direccionamiento, pero a la vez y lamentablemente la ley lo permitía. Ni que decirlas famosas certificaciones, requisitos que aleatoriamente las entidades podían solicitar a los postores, tales como ISO 9001,14001, entre otros y uno que siempre llamó mi atención: Certificado de No haber Cometido Violencia contra la mujer, como amparo de un criterio ético de las empresas. Tanto llamó mi atención que decidí averiguar el procedimiento para su obtención en la empresa: resulta que el Certificado de No Haber Cometido Violencia contra La Mujer es otorgado por el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, a través de una convocatoria, que se realiza (hasta donde recuerdo) una vez al año. Un proceso que desde su convocatoria hasta el otorgamiento de la licencia, puede durar hasta 10 meses, que hasta donde me comentaron este año había entrado en un proceso de reestructuración para el otorgamiento de la certificación, pero que sin embargo existía una convocatoria con dicho requisito. Pregunta: ¿no bastaría con solicitar una declaración jurada que la empresa no cuente con denuncia alguna con respecto a violencia contra la mujer? Válido o no válido mi razonamiento, finalmente la ley lo permitía.
Soy un convencido que detrás de cada historia de éxito de una empresa, existe un equipo humano que identifica una estrategia empresarial de acuerdo al mercado en que se desempeña, e identifica los hitos para llegar a su meta, y lo más importante: toma acción. Pero, ¿cómo un contratista de obra pública puede desarrollar una estrategia empresarial teniendo reglas de juego tan impredecibles? ¿Dónde queda el principio de predictibilidad con reglas de juego en donde una frase como “entre otros” es sinónimo de criterios innovadores? ¿Es posible desarrollar una estrategia con una ley que experimenta constante mejoras continuas, como si el contratista fuese el único actor del ecosistema de la contratación pública, incentivando la subjetividad del funcionario público, opacando cualquier principio de transparencia?
Hay que reconocer, que la nueva ley ha mejorado algunos aspectos de la contratación pública, como la responsabilidad de la elaboración del expediente técnico, un segundo adelanto de materiales, entre otros, pero también hay que reconocer que se insiste en cierto criterios que fomentan la subjetividad: tales como los factores de evaluación facultativos, que aleatoriamente el funcionario, de acuerdo a la estrategia de contratación, podrá solicitar como requisitos de la licitación; o como las Certificaciones Adicionales del Personal Clave otorgados por diferentes organismos internacionales. Y aquí un paréntesis, las entidades no tienen capacidad alguna de fiscalizar documentación proveniente del extranjero y ahora se pretende solicitar certificaciones adicionales al personal clave de institutos extranjeros. Lo peor de todo: no existe un plazo perentorio para dicha fiscalización, al menos que se pretenda seguir amparándose en el principio de veracidad para todo lo que viene del extranjero, y el principio de no veracidad para toda documentación del Perú. En conclusión ¿Quién corrompe a quien, el funcionario que solicita criterios innovadores amparado en la subjetividad que le otorga la ley o el contratista? Mientras los eruditos piensen la respuesta, y no se controle la subjetividad en la elaboración de las bases, la corrupción seguirá teniendo un rostro equivocado: el del contratista y seguiremos leyendo y escuchando: ¡El Contratista Corrupto!
Federico Aramayo – Bachiller en Ingeniería Civil de la Universidad de Miami (UM), Maestría de Ciencias en Ingeniería Civil (Administración de la Construcción) en la Universidad del sur de California (USC), CEO’s Management Program en Kellogg School of Management, 20 años en el gerenciamiento de empresas constructoras. 9 años como miembro activo del comité de Infraestructura de la Cámara Peruana de Construcción.
[1] La Ley N° 30225, Ley de Contrataciones del Estado, se emitió para reemplazar una normativa anterior, pero lo importante es que entró en vigencia el 9 de enero de 2016, y rigió hasta el 21 de abril de 2025, cuando fue derogada por la nueva Ley General de Contrataciones Públicas (Ley N° 32069).
[2] La Ley N.° 32069, Ley General de Contrataciones Públicas, fue publicada el 24 de junio de 2024 en el diario oficial El Peruano y entró plenamente en vigencia el 22 de abril de 2025, que fue la fecha en que se cumplieron los 90 días desde la publicación de su Reglamento (Decreto Supremo N.° 009-2025-EF, publicado el 22 de enero de 2025). Esta ley establece un nuevo marco normativo para las contrataciones públicas en Perú.

