El viernes pasado me sentí sinceramente impresionado al recibir una canasta navideña de parte de un abogado con quien me une una relación de muchos años, no solo profesional, sino también humana, construida a partir de la confianza, el apoyo mutuo y el aprecio sincero. El gesto estuvo acompañado de una tarjeta firmada por él y su esposa, personas a quienes aprecio y a quienes he tenido la oportunidad de apoyar profesionalmente a lo largo de este año.
No fue el contenido de la canasta lo que llamó mi atención. Fue el gesto. Ese acto sencillo me llevó a detenerme y reflexionar sobre algo que, en la rutina diaria, muchas veces pasa desapercibido: el valor del agradecimiento.
A lo largo de mi ejercicio profesional, he asesorado a personas y empresas en decisiones complejas, vinculadas a procesos de contratación con el Estado. En ese camino, he derivado casos, absuelto consultas, compartido criterios y acompañado estrategias que han permitido generar oportunidades e ingresos para otros. Algunos clientes y colegas han tenido la gentileza de expresar su reconocimiento con distintos presentes, como una botella de whisky o un buen vino, un reloj o, en alguna ocasión, incluso una cava de vinos.
Insisto: no por el objeto en sí, sino por lo que representa. Son gestos que dicen, sin necesidad de palabras, “tu apoyo fue importante”.
Sin embargo, la experiencia cotidiana muestra también otra realidad. A diario atiendo llamadas, mensajes y consultas de personas que buscan una orientación rápida, una opinión técnica o una confirmación que les brinde tranquilidad. Lo hago con gusto y con vocación de servicio. Pero no siempre ese esfuerzo recibe siquiera un “gracias”. Tal vez solo la mitad —o menos— de quienes consultan se toman un segundo para reconocer la atención recibida.
Más allá de cualquier valor monetario, lo que queda de cada atención brindada es la experiencia ganada y la satisfacción de haber sido útil, aun cuando ese esfuerzo no siempre sea reconocido.
Esta reflexión me recordó un pasaje del Evangelio en el que diez leprosos son sanados, pero solo uno regresa para dar gracias. No es un relato sobre milagros, sino sobre algo profundamente humano: la facilidad con la que olvidamos agradecer cuando ya hemos recibido lo que necesitábamos. No hay reproche en la historia, solo una constatación que sigue siendo vigente.
Y esta idea no es ajena al ámbito en el que muchos nos desenvolvemos: las contrataciones con el Estado. El agradecimiento, el reconocimiento al otro y el desprendimiento del ego no son solo virtudes personales; son valores que también tienen un impacto público. Cuando se pierde la capacidad de reconocer que no todo se logra solo, cuando se piensa únicamente en el beneficio propio y se olvida el propósito de servir, se va erosionando el sentido de país. En ese terreno fértil crecen las prácticas que tanto daño nos han hecho como sociedad.
La corrupción no siempre comienza con grandes actos, sino con pequeñas renuncias a los valores: olvidar a quienes ayudan, creer que el éxito es únicamente individual, dejar de lado el bien común. Recuperar gestos simples, como el agradecimiento sincero, también es una forma de reafirmar una ética profesional orientada al servicio, a la integridad y al respeto por el interés público.
No escribo estas líneas como una queja, sino como una invitación a la reflexión. En un entorno cada vez más acelerado y utilitario, detenerse a reconocer al otro también es una forma de responsabilidad y de compromiso con algo más grande que uno mismo.
Quizá esta experiencia no sea solo mía. ¿A ustedes también les sucede lo mismo?
Culmino agradeciendo a quienes leen nuestras publicaciones y a quienes se toman un momento para dar “me gusta”, comentar o compartir. Son gestos simples, pero significativos, que también representan reconocimiento y motivación, y que confirman que el agradecimiento sigue teniendo valor.

