Cuando una empresa se adjudica la Buena Pro en un procedimiento de selección con el Estado, la noticia suele recibirse con entusiasmo: “Le ganamos a la competencia”, “cerramos un contrato millonario”, “ya somos proveedores del gobierno”. Sin embargo, pocas veces se formula una pregunta clave —y acaso la más relevante de todas—: ¿ese contrato representa realmente un buen negocio?
Y es que, en el mundo de las contrataciones públicas, no todo lo que brilla en el SEACE es oro. Entre formularios, EETT, TDR y bases estandarizadas, se esconden costos que no aparecen en ningún numeral y riesgos que ninguna entidad pone por escrito. Muchos empresarios lo descubren demasiado tarde, cuando ya están ejecutando el contrato, con la caja vacía y el área legal redactando cartas notariales.
Los costos que no aparecen en las bases
En teoría, las bases de un proceso público deberían contener toda la información necesaria para que un postor haga una oferta razonable. En la práctica, lo que no se dice suele pesar más que lo que está escrito.
Por ejemplo, los documentos de la contratación no mencionan el tiempo que dedica un equipo técnico a revisar el SEACE, ni el costo del abogado que detecta vicios ocultos en las bases, ni el desgaste del área logística al formular consultas dentro de plazos estrechos. Tampoco se incluyen los gastos en notarías, legalizaciones, traducciones, certificados u otros requisitos que solo sirven para postular… y luego caducan.
Y eso es solo el inicio. Una vez adjudicado el contrato, aparecen nuevos costos que nadie anticipa: la asesoría legal para revisar cláusulas desequilibradas, el pago de cartas fianzas, la movilización del equipo antes de recibir adelantos, la contratación de seguros exigidos, el soporte técnico para elaborar informes, y así sucesivamente.
Si a eso se suman penalidades automáticas por mínimos incumplimientos, muchas veces impuestas sin análisis técnico real, el margen de ganancia se esfuma antes del primer pago.
Los riesgos que nadie advierte (pero todos sufren)
Contratar con el Estado también implica trabajar con un cliente que puede modificar unilateralmente el contrato, retrasar pagos sin sanción alguna o resolver el vínculo por razones “de interés público”.
Ejemplos sobran:
- Una empresa entrega los bienes puntualmente, pero la conformidad se demora semanas y el pago, meses. El proveedor debe financiar el contrato con préstamos o factoring que reducen su utilidad al mínimo.
- Otra gana la buena pro para ejecutar una obra, pero la entidad no entrega el terreno en la fecha prevista. El contrato entra en suspensión, pero la planilla y los costos administrativos no se detienen.
- En otros casos, un supervisor formula observaciones contradictorias, detiene la ejecución, y la entidad no responde a los descargos. Las valorizaciones no se aprueban, el proveedor queda en el limbo financiero, y el riesgo de arbitraje crece.
Todo esto ocurre mientras la normativa promueve eficiencia, predictibilidad y trato justo. Pero el terreno es irregular. En muchos procesos todavía sobreviven la discrecionalidad, el abuso procedimental y la presión política o económica. En el peor de los casos, la corrupción silenciada.
¿Cuándo un contrato con el Estado es realmente exitoso?
La respuesta no está en el acta de adjudicación ni en el monto del contrato. Un contrato público es exitoso cuando:
- Se satisface la finalidad pública de la contratación
- Se ejecuta dentro de los plazos y costos previstos.
- Se reciben los pagos a tiempo y sin descuentos arbitrarios.
- No se generan penalidades, arbitrajes ni sanciones administrativas.
- Se fortalece la reputación de la empresa ante futuras convocatorias.
- Y sobre todo, cuando el proveedor estaría dispuesto a volver a postular a un contrato similar bajo las mismas condiciones.
Si la experiencia deja más pérdidas que aprendizaje, entonces no fue un éxito, por más que se diga lo contrario.
¿Qué debe hacer un empresario responsable?
- Evaluar el contexto más allá de las bases. No basta con leer los documentos del proceso. Hay que conocer el comportamiento histórico de la entidad, su cumplimiento de pagos, la calidad de sus expedientes técnicos y la estabilidad de su equipo funcional.
- Calcular el costo total de participar. Participar en una contratación pública no es gratis. Hay costos legales, administrativos, logísticos y financieros que deben sumarse desde la etapa de postulación.
- Blindar el contrato antes de firmar. Muchas veces, el verdadero riesgo está en lo que se firma sin revisar. Los documentos de la contratación deben ser analizados con rigor, y si hay condiciones abusivas o contradictorias, deben ser observadas en la etapa correspondiente.
- Tener una estrategia de salida. No todos los procesos deben ser asumidos. Si el riesgo es alto, si el historial de la entidad es problemático, o si la oferta requiere sacrificar la utilidad o el prestigio de la empresa para ganar, lo mejor puede ser no participar.
Conclusión: el negocio detrás del contrato
Contratar con el Estado puede ser una gran oportunidad para empresas bien organizadas, con equipos técnicos y legales sólidos y una mirada estratégica del negocio. Pero también puede ser una ruta peligrosa si se entra sin calcular los costos reales ni anticipar los riesgos que no se publican.
En un mercado plagado de improvisación, rotación de funcionarios, errores en expedientes, presiones externas y corrupción, la buena pro no es el premio final: es el inicio de un camino que hay que saber recorrer.
Y como saben bien quienes hemos pasado por ahí, el verdadero negocio no está en adjudicarse el contrato, sino en terminarlo con utilidad, reputación y equilibrio financiero.
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