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“Perú sin corrupción”: ¿Coitus interruptus? Diego García Sayán

“Perú sin corrupción”: ¿Coitus interruptus? Diego García Sayán

Diez y siete años han pasado desde que el gobierno de transición (2000-2001) puso en marcha el más importante y eficaz esfuerzo nacional para enfrentar la corrupción. El impulso y decisión política desde el ejecutivo encabezado por Valentín Paniagua fue el elemento decisivo para que se pusiera a andar la justicia frente a una estructura criminal que operaba desde el Estado.

También lo fue para diseñar y aportar con una sustantiva estrategia anticorrupción de cara al futuro. La Iniciativa Nacional Anticorrupción (INA) convocó a 11 personalidades democráticas independientes las que, luego de diversos foros regionales de consulta, produjeron un excelente informe (“Un Perú sin Corrupción”. Concluido en julio del 2001, propuso 124 recomendaciones fundamentales, muchas de las cuales retoma ahora la “Comisión Presidencial de Integridad” luego de 15 años.

Me preocupé personalmente como Ministro de Justicia de que quedaran varios miles de ejemplares impresos de esas fundamentales recomendaciones independientes. En toda una simbología del lugar que ocupó en el sector la agenda anticorrupción luego del gobierno de transición, absolutamente todos los ejemplares del informe de la INA desaparecieron. Se comentaba, con conocimiento de causa, que mi sucesor ordenó guardarlos en un closet y que no circularan.

Han transcurrido poco más de tres lustros. Visto el reto presente de llevar a cabo investigaciones profundas y objetivas sobre los actos de corrupción producidos desde la “División de Operaciones Estructuradas” de Odebrecht, se plantean cuatro constataciones.

La primera, el coitus interruptus: “partida de caballos parada de borricos” luego de la gesta anticorrupción que terminó el 2001. No sólo se cortó el impulso sino que decisiones políticas, por ejemplo, desaparecieron las recomendaciones de la INA. O inventaron instancias anodinas como el “zar anticorrupción” que, más allá de las personas, jamás dio fuego. El hecho es que lo ocurrido con el tema durante tres gobiernos –hasta el 2016– fue parecido.

La segunda es que la institucionalidad actual es más seria que la que se encontró el 2000. En ese entonces el gobierno tuvo que poner en marcha una procuraduría especializada e incentivar a las altas esferas de la justicia y la fiscalía a que se ordenaran y designaran a gente calificada para investigar y juzgar la madeja de corrupción que se estaba encontrando. Hoy se cuenta con instituciones mejor financiadas y organizadas y con personas independientes de calidad encabezando el poder judicial y el ministerio público; vienen dando, además, los pasos que corresponden.

La tercera es que siendo grande e inmenso el reto presente, el aparato de corrupción de Odebrecht no es comparable a la estructura criminal que conducía Montesinos. Lo que había que enfrentar en el 2000-2001 era una danza de centenares de millones de dólares de dinero mal habido, ramificaciones en diversos aparatos del Estado y, además, conexiones a un escuadrón de la muerte conducido desde la misma cabeza de la corrupción. Cierto que lo de Odebrecht puede tener ramificaciones (en otras empresas con las que participó en consorcios y hasta en empresas auditoras), pero lo que ahora se tiene entre manos es incomparablemente más “manejable” que lo encontrado el 2000.

La cuarta: el papel del poder ejecutivo. Que durante la transición democrática fue el factor gravitante y desencadenante del “desentumecimiento” de los aparatos estatales de investigación y sanción judicial. Ahora también puede –y debe– desempeñar un papel irreemplazable estimulando el clima anticorrupción y, especialmente, apoyando política y presupuestalmente al ministerio público y la justicia. Pero, como entonces, respetando fueros. No resulta pertinente, así, que el gobierno exija “dar nombres ya” cuando eso corresponde a la justicia y en la oportunidad en que ella decida que institucionalmente proceda, y no en función de una necesidad política.

Fuente La República

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