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Anticorrupción: entre la urgencia y la estrategia, por Walter Albán

Anticorrupción: entre la urgencia y la estrategia, por Walter Albán

A propósito de los anuncios hechos al país por el presidente Pedro Pablo Kuczyinski el domingo pasado, han tenido lugar diferentes reacciones en torno al grado de acierto o error de las medidas adoptadas por el gobierno en materia de lucha contra la corrupción. Más que hacer un examen de tales decisiones, conviene tratar de ubicarlas en perspectiva, con el ánimo de explicarnos la real dimensión del fenómeno que hoy enfrentamos, a la luz de lo ocurrido en el país en las últimas décadas.

En medio de los escándalos de corrupción que nos azotan en estos días, es doloroso reconocer que transcurridos más de quince años desde que parecía que este flagelo había sido frontalmente atacado en el Perú, de forma que regímenes como el de Fujimori-Montesinos no tuvieran jamás otra oportunidad, hoy experimentamos el completo derrumbe de tales expectativas.

No obstante los enormes estragos que aquel régimen corrupto infligió a la institucionalidad, avasallando la independencia de organismos claves como el Poder Judicial y el Ministerio Público, fue sin embargo posible sumar esfuerzos contando con fiscales y jueces honestos, capaces de emprender una febril actividad para acabar con la impunidad. Todo esto despertó una legítima esperanza ciudadana.

Eran los días de una potente procuraduría ad hoc que, a través de la denominada Mesa de Diálogo creada a instancias de la OEA, planteó las primeras reformas legislativas que el Congreso de aquel entonces refrendó a marchas forzadas. Sin ellas, hubiera sido imposible enfrentar la sistemática y monumental corrupción descubierta, en un país que se encontraba indefenso frente a ella.

Vivimos por eso una experiencia inédita en nuestra historia republicana, cuando se recuperaban millones de dólares mal habidos desde cuentas abiertas en bancos extranjeros, al tiempo que comparecían ante los tribunales personas que habían ocupado cargos de la más alta investidura en el Estado Peruano.

Pero el sueño duró poco. No solamente porque no todos los responsables fueron finalmente sancionados, sino principalmente por haberse omitido la implementación de políticas públicas diseñadas y puestas en práctica para evitar que esa terrible experiencia pudiera repetirse. Los sucesivos gobiernos y congresos descuidaron ello por completo y las consecuencias las estamos sufriendo ahora, cuando la corrupción se ha extendido de manera sistemática, alcanzando niveles insospechados en los últimos años, bajo una combinación explosiva que conjuga un crecimiento económico sostenido con, otra vez, una profunda debilidad institucional.

Casos como el de Odebrecht nos muestran solo una de las vertientes de esa gran corrupción instalada en el país con nuevas y colosales dimensiones. La otra proviene de la economía ilegal, cuya locomotora es el narcotráfico. Ambas explican la inercia de un aparato estatal que ha sido penetrado por esa lacra, al punto de amenazar seriamente la actuación de las instituciones a cargo de prevenir estos graves delitos, así como de identificar y sancionar a sus responsables, quienes, como podemos hoy constatar, no se encuentran exclusivamente en el ámbito público.

Fue por eso tan importante destacar en el programa de gobierno del entonces candidato Kuczynski su expresa voluntad de luchar contra la corrupción. En los hechos, sin embargo, no ha sido esa una constante a lo largo de sus más de siete meses de gestión. Marchas y contramarchas, o la mediatización de medidas que se prometieron distintas, como la autoridad para la transparencia –hoy sin autonomía alguna– han generado serias dudas sobre la real convicción de lo planteado.

Pero las circunstancias apremian y el Caso Lava Jato, cuya dimensión transnacional presiona desde fuera y pone a prueba a todos, exige la adopción de medidas urgentes que, de no ponerse en práctica, podrían agravar las consecuencias del terrible daño ya infligido al país. Lo anunciado el último domingo recoge tres de ellas, aprobadas en el reciente paquete de decretos legislativos: la obligación de incorporar cláusulas anticorrupción en los contratos con el Estado, la muerte civil de los funcionarios corruptos y la prohibición de que empresas condenadas por corrupción puedan volver a contratar con el Estado.

La novedad comprende, además, tanto la creación de un mecanismo de recompensas para denunciantes, como el suspender a empresas sentenciadas o que hubieran confesado hechos de corrupción de la posibilidad de transferir recursos al exterior, en tanto no hubieran cumplido con sus obligaciones en el país.

Respecto a estas medidas, más allá de advertir que siguen predominando las opciones persecutorias sobre las preventivas, podemos discutir su bondad técnica o incluso su constitucionalidad, pero no desconocer la buena intención que las inspira en un escenario donde se evidencia, una vez más, que el problema nos encontró sin los instrumentos para responder eficaz y contundentemente al destape producido. Asistimos a una realidad de instituciones débiles y desarticuladas, tan carentes de recursos como de la voluntad de trabajar en armonía y complementariamente.

Admitamos, sin embargo, que se han ido tomando decisiones con una alta dosis de improvisación, sin que se aprecie por el momento una estrategia claramente estructurada y con proyección de mediano o largo plazo. Aun así, resulta indispensable avanzar, calibrando con cuidado cada paso y rectificando en el camino lo necesario, hasta generar las condiciones que permitan superar las actuales deficiencias.

El momento que hoy afronta el país, como ha sido ya señalado, constituye también una oportunidad de crecer como sociedad y como Estado. Debemos impedir que nuestras actuales debilidades traben la aspiración de evitarnos nuevas frustraciones. Es tiempo de tener una mejor imaginación, de asumir riesgos y sumar esfuerzos, sin más condición que la de apostar al interés general, al tiempo de neutralizar a quienes, en sentido contrario, buscan perpetuar una situación que les ha permitido ganar poder, político o económico, en perjuicio de todos.

Fuente El Comercio

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